La oscuridad era casi absoluta, a excepción de la luz que venía del pequeño trozo visible de luna. El aire frío entraba en sus pulmones y le quemaba en cada esfuerzo. Hacía unos minutos había mirado su reloj de pulsera y había comprobado con resignación como pasaba la medianoche. Las manos le dolían y una gran gota de sudor resbalaba por su frente hasta llegar a la mejilla. Con las pocas energías que conservaba volvió a hundir la pala en la tierra y terminó de cavar ese profundo agujero del tamaño de su amigo.
Por Fernando Navarro Gontán.
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