No tengo un recuerdo exacto de por qué estaba en aquel jardín. Está cerca de la casa donde vivía mi madre, lo que me hace pensar que un día que estaba de visita salí a dar una vuelta por el barrio y llegué allí por accidente. No lo sé a ciencia cierta. Había dos bancos enfrentados, uno a cada lado del camino de tierra que atravesaba el jardín, y me senté en uno de ellos. Me dolían las piernas aunque tampoco recuerdo el motivo de eso. Entonces vi a un muchacho, que tendría menos de diez años, agachado en la tierra. Él tampoco había reparado en mí. Sus enormes ojos estaban fijos en el suelo, con la mirada inocente de un niño. Su nariz, algo grande, se movía al ritmo de su risa, y su boca abierta mostraba unos dientes, de leche aún, perfectos. Su uniforme estaba compuesto de una camisa tan pequeña como su cuerpo, recubierto por su pálida piel. Sus escuálidos brazos no estaban todavía desarrollados, aunque ya acababa en dos pequeñas garras que utilizaban sus cortos dedos para revolver la arena en un auténtico caos, donde la ensordecedora risa chocaba contra sus movimientos torpes y horrendos en un espectáculo grotesco y atroz. No, no recuerdo por qué fui a aquel parque.
Por Alfonso Martínez.
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