Ninguno de los niños que había en el arcón era Tomás. Estaban Luis, Juanito, Fran… Pero no había ni rastro de Tomás. Era imposible que lo hubiese perdido, y dudo mucho que se hubiera marchado andando, sería uno de esos caso dignos de Cuarto Milenio. Había buscado por todos lados, los armarios, la buhardilla… Incluso en el frigorífico. No sería la primera vez que abro el frigorífico y me encuentro a uno de mis niños allí tirado sin hacer nada. Ya me había dado por vencido, cuando un extraño sonido me atrajo hacia la ventana. Y ahí estaba, el cuerpo inerte de mi muñeco favorito atrapado en las fauces de la bestia a la que mi vecino osaba llamar Golfo.
Por David García.
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